miércoles, 23 de marzo de 2011

Cama vacía





En esta cama vacía,
al calor de mi propio abrazo,
siento la sábana fría
que duele tanto...

(...)
En la noche callada y tranquila,
al abrigo de la oscuridad,
el gélido silencio me asfixia
y duele siempre la soledad.

Busco la piel de la compañía,
de los labios un beso fugitivo,
un susurro, un roce esquivo,
una mirada dormida...
de nuevo frío.

En la noche oscura y tranquila
cómo duele esta cama vacía.

lunes, 21 de marzo de 2011

De puño y palabra




Llevo unos días pensando qué es más doloroso: ¿la agresión física o la verbal? La verdad, todavía no me he decantado por ninguna.

La agresión física es del todo inadmisible. No hablo de una nalgada a tiempo a un niño, es decir, una palmadita sin saña y con efecto corrector. No estoy muy de acuerdo con este método en la educación de los niños pero, de vez en cuando, se hace necesario. Como he cuidado a los hijos de otros durante mis eternos años de estudiante, labor con la que me ganaba un dinerito destinado básicamente a la diversión del fin de semana y otros caprichos, he aprendido a educar a los niños sin necesidad de soltar la mano, lo que a veces es más sencillo que una larga conversación que puede resultar agotadora, pero en mi opinión es más positivo razonar. En mi caso era más efectivo un sermón telefónico de mi abuela que la zapatilla de mi madre, que desde luego no aplacaba mi genio sino todo lo contrario. Si alguien sabía dominar mi carácter era mi abuela -ya es imperdonable no dedicarle un post-.

Como decía, hablo de la agresión que se ejerce sin más, absolutamente intolerable. Tiene además un riesgo y es que el agresor nunca sabe cómo va a reaccionar el agredido. Y bueno, si encima el agredido no puede reaccionar, entonces ya hablamos de abuso, lo que me parece detestable, pero en esto tampoco quiero entrar. Me refiero a la agresión física fruto de la ira, de un momento de cólera o incluso de ofuscación. Francamente, a mí lo que me parece es una merma de la capacidad de razonar. Un puño desobedeciendo a un cerebo, que frena su fuerza a gritos, no es excusable de ninguna de las maneras. Claro que se me ha ido la mano alguna vez, tengo cuatro hermanos y he recibido y dado por igual, lo que no tacharemos de agresión, por eso sé a ciencia cierta que descargarse a tortazos es una falta de respeto hacia el agredido y hacia uno mismo. Y el respeto es lo que nos da valor como seres humanos.

La agresión verbal también es del todo inadmisible. No comprendo qué derecho tiene alguien a herir a otro mediante la palabra. Decirle a alguien lo que de antemano se sabe le va a hacer daño no es comprensible. Hay personas cuya boca es capaz de vomitar con rauda agilidad crueldades impensables en un momento de absurdo enfado. Es alucinante cómo en unas centésimas de segundos es capaz de rebuscar en las heridas de su oponente, descartar las más superficiales y ordenar a su lengua que escupa sal sobre las más profundas, y todo ello en una lucha contra su cerebro que a todas luces tratará de evitarlo. Utilizar contra alguien lo que nos ha confiado en un momento dado es una traición que puede tener efectos secundarios. Actualmente sacar los trapos sucios está de moda, sólo hay que encender la televisión.

Todos sabemos afilar nuestra lengua como también sabemos apretar los dientes para dejarla bien roma. Claro que he lanzado dardos envenenados en alguna ocasión pero, lejos de encontrar satisfacción en ello, ya me arrepentía en pleno vuelo, porque sabía que rebotarían en la diana y acabarían clavándose en mí, aunque sólo fuera en forma de remordimientos. Porque eso sí que me revuelve el estómago, que haya quien después de una diarrea verborreica se disculpe con un simple "yo soy así", incapaz de tener ni el más mínimo remordimiento de conciencia, o un "en realidad no lo pienso" porque cuando se apuñala a alguien lo mismo da que haya sido a propósito o no porque el daño es el mismo.

En fin, una reflexión que no me lleva a ninguna conclusión. Sigo sin saber si hiere más un derechazo mal dado o un martillazo verbal. En cualquier caso, abogo por el diálogo. Suele dejar menos secuelas. Pero no a gritos, que para eso ya está la tele.

viernes, 18 de marzo de 2011

Puro teatro


    El pasado miércoles fui al teatro a ver el último espectáculo de Don José Luis Panizo González, más conocido como Anthony Blake, que al cambio salió ganando porque con ese nombre nunca se hubiera hecho un hueco en el mundo de la magia. El cartel de la entrada rezaba el título "No vengas solo" acompañado de la siguiente advertencia: "este espectáculo puede herir la sensibilidad del espectador", seguido de una recomendación de abstención a las personas nerviosas y/o de corazón delicado. Quienes me conocen saben que en el momento en que leí ese cartel debí retirarme, pero ya cuando supe del argumento del show, que no es otro que el miedo, debí salir corriendo sin más.

    Con las entradas en la mano, ya no había vuelta atrás. Por cierto, justo en el instante de retirar las entradas apareció Blake en la taquilla y a mis acompañantes les faltó tiempo para esconder sus caras, pues en estos espectáculos conviene pasar desapercibido si no quieres participar involuntariamente en algún truco. A mí me daba igual porque no pensaba participar en el show de ninguna de las maneras. No soy de las que se ofrecen voluntarias en estos eventos, sino de las que se esconden. Padezco pavor al público, lo que le viene como anillo al dedo a este espectáculo sobre nuestros miedos. Desapercibidos, lo que se dice desapercibidos no pasamos, porque nuestras risas se oían desde el otro lado de la calle, donde estos días representan dos grandes musicales. ¿Y por qué no habíamos asistido a uno de los musicales? En fin, como he dicho ya, no había vuelta atrás.

    Nos acomodamos en nuestros asientos de la fila 3, para mi gusto demasiado cerca del escenario y demasiado centrados (a mí me tocó el asiento 1). Subió el telón y el escenario se convirtió en un salón de atrezo de películas de terror. Únicamente se iluminaba una muñeca horrenda de porcelana, envuelta en una nube de humo, y de fondo una cancioncilla infantilmente canturreada. Ya con mi piel de gallina, veo aparecer de la nada a Blake con una pequeña caja de música que abre de vez en cuando, dejando salir una canción espeluznante, mientras explica que dicha caja concede deseos al abrirla, no obstante hay que tener cuidado con lo que se desea porque se cumple (ya lo dice el proverbio chino). A continuación le pide a la señora de la fila 1 asiento 1 que se ponga en pie y piense su deseo y, con la teatralidad de que es capaz el artista, le ruega que no abra la caja, pues su deseo conlleva un grave peligro, ordenándole pasar la caja a la señora de detrás, o sea la de delante de mí. Mis acompañantes me dan codazos entre risas viendo acercarse la caja. Efectivamente, llega a mis manos y me toca ponerme en pie, pensar un deseo -no pensé nada, por si acaso-, abrirla y comprobar que su truco ha dado resultado: no sólo no suena sino que está completamente vacía. Me pide que me siente, qué alivio, y prosigue su actuación, pero no pasa más de un minuto antes de que me señale con el dedo y me obligue alzando la voz a subir a toda prisa al escenario. Imposible negarme, sería más bochornoso que el hecho de hacer el rídiculo allí arriba, así que allá voy, aterrorizada por la vergüenza y porque no sé qué quiere de mí ese personaje al que empiezo a odiar con todas mis fuerzas.

    Realiza conmigo un truco estúpido sobre disociación mental. Me cierra los ojos mediante una pseudohipnosis y coge mi brazo izquierdo sin decirme nada más que "piensa en tu pelo, notarás frío en el brazo; ahora céntrate en tu frente, notarás frío en el brazo, ahora céntrate en tus cejas, notarás un pequeño pellizco..." Hijo de... ¿un pellizco? ¿A que me hace daño y tengo que ponerme a chillar delante de toda esta gente? Por si las moscas sólo pienso en cejas, cejas, cejas, para no notar lo que está sucediendo, nada bueno a juzgar por el murmullo del público. Acaba el numerito enseñándome una gasa con gotas de sangre, se supone, aunque son de color rosa fosforito. Al parecer ha representado que me pinchaba en el brazo con algo hasta hacerme sangrar mietras yo permanecía sentada sin inmutarme. Una bobada, ya lo he dicho, pero confieso que lo pasé realmente mal. Bueno, ya podía volver a mi sitio. Ingenua de mí... ¡No había acabado conmigo! "Fijo que el soplagaitas éste se ha quedado con mi cara en la taquilla. ¡Tres trucos seguidos! Soy una pringada". Y desde luego que lo soy, porque ningún espectador participó en más de un numerito y a mí me tuvo veinticinco minutos de reloj...

    Ahora toca jugar a la ruleta rusa con cuatro grapadoras industriales. Primero tengo que apuntar a su mano y, oh-magia, no sale ninguna grapa. Bueno, una posibilidad entre cuatro, puede ser cuestión de suerte. Esperemos que no sea cosa del azar y que el tipejo éste sepa lo que hace, porque ahora tengo que apuntar a su yugular. Como no me atrevo a accionar el artefacto, el público se viene arriba y empieza a carcajearse sin ningún pudor. "Yo no le veo la gracia. ¿Pero qué necesidad tenía yo de ir al teatro a ver al mentalista éste de pacotilla? Si sale mal, que puede pasar, no sería el primer truco fallido, me voy a cargar al tipo éste. Socorro, quiero irme de aquí". Me decido y, uf-menos-mal, no sale ninguna grapa. Pero sólo quedan dos, cara o cruz, fifty-fifty, y elijo con muchas dudas una de ellas, con la que el suicida ahora apunta a su sien y, oh-claro, acierta de nuevo. Al fin acaba el truquito de marras. Sí, Blake ha adivinado cuál es la que estaba cargada. Para mi desgracia nadie aplaude y me quedo junto al protagonista -ya casi coprotagonista- unos eternos segundos esperando a que el público se arranque para poder volver a mi sitio, al que regreso intentando no caer de bruces bajando los enormes peldaños -sería una pena estropear mi actuación estelar ahora- y con ganas de asesinar a los que me han liado para asistir a este esperpento.

    El resto de la función, que vi relajadamente sabiendo que no volvería a ser la elegida, transcurrió hablando de espíritus, budú y demás horrores, todo ello amenizado con efectos paranormales, lo que provocó una noche de insomnio y pesadillas. En mi opinión es un espectáculo regado de trucos muy buenos, pero tan falto de dinamismo que resulta bastante tedioso. Muy flojo. Creo que la causa es el propio Blake, actor malo de solemnidad. Ni que decir tiene lo bien que se lo pasaron a mi costa mis amigos y lo qué se ha divertido mi gente escuchando mi anécdota. En el despacho la grapadora se ha convertido en un objeto de lo más hilarante y me han pasado tropecientas llamadas telefónicas de Blake entre ayer y hoy. En fin, creo que esto va a traer cola...

    ¿Nuestros miedos? Hala, ya conocéis uno de los míos: ¡subirme a un escenario!

lunes, 14 de marzo de 2011

Caprichos de la Naturaleza



A ti, Naturaleza, y a tu diabólica forma de divertirte.

Una vez más has decidido jugar al balón con nuestro planeta. Esta vez te ha bastado un pequeño manotazo para ganar a tu contrincante, el Hombre. Conocedora de que tememos tu furia contenida, te desternillas cuando observas cómo nos achicamos. No has elegido aleatoriamente a Japón, claro que no. Gran potencia mundial altamente preparada para afrontar cualesquiera catástrofes, la has elegido premeditadamente, lo sé, un digno rival para demostrar tu fuerza ante los mortales y atemorizarnos ante la sobrecogedora visión de un país como éste arrasado en tan sólo unos segundos. Terremoto, tsunami y explosión nuclear. ¿Era un urdido plan o es que se te ha ido la mano?

Cuando pienso en un japonés aparece en mi mente una persona de ojos rasgados con una cámara colgando de su cuello, caminando en grupo de forma disciplinada. Y desde luego los japoneses han demostrado que es una visión acertada. El mundo entero ha podido observar consternado cómo la realidad supera la ficción a través de sus imágenes impecablemente filmadas y relatadas a través de sus teléfonos móviles. Hemos podido ver cómo actuaban siguiendo de forma marcada las indicaciones tantas veces ensayadas en los temblores a los que están acostumbrados. Cómo hacían cola para pagar la compra en los supermercados ya sin luz, en lugar de saquearlos. Cómo permanecían inalterables sus autoridades ante lo ocurrido, activando todos los protocolos existentes en todos los casos de emergencia que mi cabeza alcanza a imaginar. Una lección de talante japonés.

Una vez más hemos pagado nosotros tu aburrimiento. Has azotado a la Tierra resquebrajando toda una civilización, escupiendo sobre ella unos minutos más tarde para inundar cuanto aún quedaba levantado. Y no te ha bastado con esto. Cuando indefensa y exhausta seguía mirándote directamente a los ojos con la valentía de quien se ve capaz de volver a ponerse en pie con la poca batería que le resta, te acercas humillante para arrearle un cogotazo que la arrodille y le obligue a clavar su vista en el suelo, volando por los aires su energía. Triunfante y orgullosa haces la zancadilla al resto de los humanos, solidarios siempre ante tus tropelías, y cercas tu zona de juego evitando cualquier ayuda por tierra, mar o aire.

No digas que el Hombre está acabando con este planeta, pues lo amamos más que tú aunque a veces se nos olvide mimarlo. Más que tú, sí, que cuando te aburres te dedicas a desmontar sus piezas. Si sigues arrojando sobre él tus soplidos huracanados, estremeciéndolo con tus bruscas agitaciones, explosionando petardos atados a su lomo, volcándole ahogadores cubos de agua, y tantas otras chiquilladas como se te ocurren, vas a acabar por quedarte sin tu más preciado juguete.

Naturaleza, infantil y caprichosa, a veces no me pareces tan sabia...


sábado, 12 de marzo de 2011

Mens sana in corpore sano

   
    Hay tres momentos en el día que son vitales para mí. En este último año me he dado cuenta de que tan importante es mantener el cuerpo como el alma y, de la misma manera que hay que nutrirse de forma sana tantas veces a lo largo del día, hay que alimentar el espíritu equilibradamente. Se trata de buscar el punto medio entre la euforia y la depresión, porque tan temible es estar en lo alto de la montaña rusa a sabiendas de que la caída va a ser de órdago como dejarse caer en el fondo de un pozo a la espera de un rescate imposible -a estas alturas sé que por mucho que le lancen una cuerda al hundido sólo éste puede reunir las fuerzas necesarias para escalar por ella-.

    Al primero de esos momentos podemos llamarlo "wake up" (es que últimamente me ha dado por estudiar inglés). Cuando me despierto por la mañana, ya sea a causa de la aborrecible alarma que me anuncia desesperada una nueva jornada laboral, ya sea por voluntad propia, o impropia, según, tengo por norma no poner un pie en el suelo -primero el derecho, por supuesto- hasta no estar plenamente convencida de estar preparada para afrontar el día de forma positiva. Casi siempre me basta con repasar el orden del día y éste siempre se compone de una equitativa compensación entre los quehaceres profesionales y mi tiempo de ocio. Como decía mi sabia abuelita, a la que algún día dedicaré unas palabras, primero la obligación y luego la devoción, pero las dos igual de importantes. No obstante, en ocasiones tengo que utilizar una fórmula maestra que alguien me enseñó hace ya muchos años y que he puesto en práctica tan sólo hace unos meses. Si no es suficiente con repetir lo de "hoy puede ser un gran día" para mudar mi estado de ánimo, espero unos minutos hasta dar con algo que me ilusione de tal manera que consiga incorporarme inmediatamente. Y si esto tampoco funciona, por encontrarme en uno de esos días en los que ni yo misma me entiendo, entonces es imprescindible que me levante de la cama para hacer algo al respecto, pues es inaceptable conformarse con que el olmo no dé peras... habrá que plantar el peral, no?!


    El segundo momento imprescindible es la ducha. Tengo por costumbre hacerlo por la noche (por la mañana me aseo a conciencia, no vayas a pensar que salgo a la calle tal cual me levanto) y con el agua a la temperatura idónea para enrojecer mi piel debidamente. He de reconocer que más que una necesidad la ducha se ha convertido en un placer, pues después de la vorágine del día llega el esperado relax. Mientras me enjabono repaso la jornada y una vez soy capaz de reconocer preocupaciones, contratiempos y malos rollos habidos durante el día los expulso por el sumidero junto con el jabón. Podemos decir que así lavo cuerpo y mente. Resulta más plástico cuando me lavo el pelo, esto es día sí día no, pues parece que mis malos pensamientos salen de las mismas raíces capilares para terminar, literalmente, resbalando hasta desaparecer. No suelo cantar bajo el agua, pero es un arma infalible cuando algún pensamiento se agarra a mi cerebro intentando rebelarse contra su inevitable final. Cuando se cuela alguien en el cuarto de baño importunando mi aislamiento, también canto, aunque casi entre sususrros, como tratando de esquivar una más que probable conversación. Blanquear la mente requiere destreza y sobre todo soledad. Lo primero se adquiere con el ejercicio, lo segundo es harto complicado conviviendo con una familia numerosa en la que predominan las mujeres. Es cierto que las féminas somos dadas a las conversaciones en el cuarto de baño, especialmente mientras una de ellas está sentada en el inodoro dando rienda suelta a sus necesidades fisiológicas -los mayores secretos femeninos se han desvelado en los cuartos de baños; ay, si los lavabos hablaran...- Soy asidua practicante de este arte del bla bla bla de toilet, pero mi ducha no es momento de charla sino de meditación.


   Y al fin llega el momento más importante: los preparativos para dormir. Es todo un ritual que sigo de forma inconsciente al objeto de conciliar lo que los entendidos llaman un sueño reparador. Tras lavarme los dientes, me fumo un cigarro pausadamente. Absurdo, lo sé, debería hacerlo en orden inverso, pero me resulta más placentero de este modo. Soy de naturaleza nerviosa, pero nerviosismo del que va por dentro, el peor de todos, herencia de mi madre, supongo, porque de mi padre no lo he recibido, desde luego, y la última dosis de nicotina del día es idispensable para que mis nervios se vayan a dormir conmigo, pues se aplacan con cada bocanada de humo que se escapa por la ventana de la cocina, único lugar de la casa donde se me permite fumar, y a Dios gracias, bueno a mi madre para ser exactos. Meterme en la cama es otro de los placeres cotidianos, y llega el éxtasis cuando las sábanas están recién puestas limpias. Acomodada, en la postura perfecta, escucho mi programa de radio preferido en esta franja horaria y/o leo cuanto mi cansancio me permita hasta quedarme completamente dormida. Suelo escuchar una locución de relajación que consigue destensar todos los músculos de mi cuerpo y, aunque siempre fui reacia a todo lo que rodea el mundo de la psicología, recomiendo esta terapia fervorosamente porque no sólo duermo como un bebé, sino que me levanto como una rosa, en condiciones óptimas para afrontar el nuevo día.