Todos necesitamos en nuestra vida un confidente. Acabo de ver que la Real Academia Española acepta confidenta -qué espanto-, empeño éste que me saca de mis casillas, así que sólo (acentuado, por favor) voy a utilizar el masculino porque, a diferencia de este Organismo y del enfermizo activismo feminista, no me resulta ofensivo utilizar el género masculino para designar también el femenino, que sería lo correcto por tratarse de un participio activo. Quienes me conocen saben de mis habituales desacuerdos con la novelería de la RAE, pero esto lo dejaremos para otro día.
El confidente es aquél o aquélla bajo cuyas alas corremos a cobijarnos cuando tenemos un problema porque es quien nos organiza el cerebro en los momentos en que algo lo ha desestructurado por completo, aportándonos la tranquilidad necesaria para dilucidar las posibles soluciones y afrontar el problema.
Su opinión nos es válida per se. No importa que su punto de vista sea contrario al nuestro porque muchas veces es precisamente lo que buscamos, otro punto de vista que nos libere del que nos está cegando. Es a quien necesitamos cuando estamos apesadumbrados, en quien primero pensamos cuando nos ocurre algo importante, a quien revelamos nuestros secretos y pedimos ayuda sin previa meditación.
Sin confidente nos hallamos perdidos. Puede ejercer este digno rol un amigo, una amiga, una hermana o hermano, un padre -incluye madre, no empezaremos otra vez con los feminismos absurdos-, cualquier familiar cercano o no... el que mejor juega el papel: la pareja. Pero por experiencia sé que la pareja es, aunque doloroso, fácilmente sustituible. El vacío de un confidente solamente lo llena la soledad. Soledad, sin duda el peor de los sentimientos.
Yo tengo confidente y hay que reconocerle el arduo trabajo que tiene conmigo porque me confieso reservada, sin vanagloriarme de ello. Y si te estás dando por aludido o aludida entenderás que este blog va dedicado a ti y que con estas letritas te estoy dando las gracias.