viernes, 17 de diciembre de 2010

Sixième et dernier jour

               
                                                          (lo peor que le puede pasar a un croissant - parte VI)


Día de retorno: luchando contra las adversidades


   Me levanto somnolienta directa a la ducha. He querido ser sigilosa para evitar que se me colara A, como de costumbre, pero ha sido una maniobra inútil. Menos mal que la sopa verde de anoche la ha resucitado y se encuentra perfectamente porque hoy es día de ajetreo y pinta frío, frío, frío. Todos en pie y con las maletas listas para cerrar. Todavía está J en la ducha mientras el resto ya estamos preparados para bajar a desayunar y a mí me entra un apretón de aquéllos que erizan el cuerpo entero, así que no me lo pienso dos veces y bajo, acompañada de C y N, a la cafetería. Después del alivio, ya hay sitio para un par de últimos croissants y el cafe creme, que me hace ir al wc de nuevo. Las provisiones de bollería hoy han sido acertadas y me da remordimiento de conciencia no comentarle al camarero que mañana no vamos a volver y le van a sobrar pastas para dar y tomar.

   Vamos a la agencia para dejar el equipaje. El camino en metro es una odisea porque no hay escaleras y, entre el cansancio acumulado y los regalos comprados, las maletas pesan más que a la ida, ¡qué se le va a hacer!, por suerte al aeropuerto iremos en taxi. De camino a nuestro siguiente destino pasamos por la Place Bastille, símbolo de la Revolución Francesa y en cuyo centro aguarda la Columna de Julio conmemorando la primera monarquía constitucional del país galo. A toda prisa llegamos a la Place des Vosges. El día se presenta muy feo y esta bella plaza residencial, donde vivieron escritores del Romanticismo como Víctor Hugo o Theophile Gautier, pierde todo su encanto mostrándose casi inhóspita y con sus jardines cubiertos de fango. Es una lástima, pero cuando vuelva será visita prioritaria.

   De allí nos vamos rápidamente hacia otro punto obligado: Arc de Triomphe. Construido bajo las órdenes de Napoleón, es un monumento colosal, como todo aquéllo que este personaje mandó levantar, cuyo  interior es digno de ser observado con detenimiento. A sus pies se encuentra la Tumba al soldado desconocido, en honor a aquéllos que murieron por la patria en la Primera Guerra Mundial. La solemnidad del lugar es sobrecogedora.

   Bajamos Champs Elysées paseando y de nuevo comienza a llover, agua nieve. Nos refugiamos en las tiendas que llaman nuestra atención, como si fuéramos unos turistas de lujo, aunque no compramos prácticamente nada. Llegan las rencillas clásicas de todo viaje debido al cansancio acumulado, a la contrarreloj a la que nos enfrentamos y al clima agotador. Lo mejor es dividir el grupo y quedar en un punto en un par de horas para que cada cual siga el ritmo deseado. Ha empezado a nevar y se ha levantado ventisca. Hoy no nos hace tanta gracia, pues ya no podemos mojar nuestras ropas porque no tenemos dónde secarlas. El frío empieza a ser insoportable, pero nosotras seguimos haciendo fotos ante las estampas navideñas que se nos van presentando. Decidimos acudir al punto de encuentro antes de la hora indicada. Pasamos por la Place de la Concorde que esperábamos ver soleada en el día de hoy y sin embargo están cubiertos de nieve hasta el Obelisco y la Noria y la ventisca hace que los copos se nos claven en la cara como cuchillas. Corremos para atravesarla y aún tenemos humor para tomar unas fotos de la que hoy bien podría ser la Plaza Roja de Moscú. Seguimos corriendo admirando el alto nivel de la zona por la que pasamos. Hasta un impermeable para bolso Hermés llevaba una señora ataviada con sus pieles.

   Al fin llegamos a la Madeleine, la Iglesia que tanto deseaba visitar, aunque ante los esfuerzos que hay que hacer para subir los escalones sin resbalar ya no me apetece tanto. Supongo que las vistass desde lo alto de la escalinata deben ser impresionantes, pero hoy no se vé ni la acera de enfrente. Hemos llegado a tiempo y allí está el resto del grupo que también ha venido a cobijarse en su interior. Hoy sólo nos quitamos los gorros, y por respeto, porque no apetece deshacerse de los guantes y las bufandas, que ya empiezan a estar húmedos. Dicen que el interior de la Iglesia no es tan interesante como el exterior, al modo de los templos griegos, pero a mí me emociona la sobriedad del lugar que invita a la oración, con bellísimas esculturas perfecamente dispuestas a los lados y un altar hermosísimo que no puedo dejar de observar. La imagen de Santa María Magdalena es magnífica y no puedo irme sin rezarle y encenderle una velita.

   Con el ambiente más calmado, el del grupo digo, salimos escopeteados a buscar un restaurante donde refugiarnos. Un italiano de precios asequibles nos parece perfecto a todos, así que allá vamos. Alargamos la comida un par de horas esperando entrar en calor y que amaine el temporal. El problema es la ropa mojada, así que una vez hemos terminado nos dividimos por parejas para secar nuestras ropas en el secador de los baños que están en el piso de arriba. Sólo quedan C y A, que siguen bajo el calefactor improvisado, cuando de repente vemos corretear un ratón desde la cocina hasta la escalera de acceso al piso superior. Es mejor que la "ratafóbica" de C no se entere y, mientras las esperamos, S no sabe quiere irse de allí o subirse en la silla. Finalmente nos vamos de allí a toda prisa. "No nos podemos quejar, hemos visto hasta a Ratatouille" dice N dando el toque humorístico, como siempre.

   Nieva demasiado y empieza a preocuparnos el retorno a Barcelona. Aún así todavía tenemos que visitar la Place Vendôme y decidimos hacerlo, a pesar de que no es lo recomendable. Los edificios que la rodean son monumento histórico y, bajo la nieve y con la iluminación navideña de las joyerías y del Hotel Ritz, la plaza se presenta con una belleza inigualable. Tres fotos y salimos corriendo, bueno a paso ligero para evitar las caídas. Nos cobijamos bajo los soportales de la Rue Rivoli que bordea los jardienes Des Tuileries donde hay que immortalizar la que sin duda va a ser una nevada histórica. Cada vez nieva más y estamos realmente preocupados por nuestro retorno. Nos dirigimos en metro a la agencia.

   En la agencia nos pintan un panorama complicado. Es una lástima estar en París queriendo estar en tu casa, pero es lo único que deseamos todos. El aeropuerto de Charles de Gaulle de momento no está cerrado, pero en taxi no llegaremos. La mejor opción es el tren, aunque ya hay alguna línea de ferrocarril cortada. Después de pelearnos con el ordenador para sacar las tarjetas de embarque, N y C no lo han conseguido, salimos a toda prisa por la avenida hasta la boca de metro. La escena es la siguiente: tirando de las maletas que se atascan en el hielo, con frío y viento al que no estamos habituados, los paraguas cerrados, y yo, encima, cojeando. Seguimos sin escaleras por los metros y a los parisinos les molestan nuestras maletas. La estación de tren está abarrotada y nos las vemos y deseamos para conseguir subir todos a la vez en el mismo vagón. Cuando ya lo logramos, los parisinos de nuestro vagón, en su faceta más cargante, se alían para reprendernos por ocupar tanto espacio con nuestras maletas. No es culpa nuestra que el tren que va al aeropuerto esté preparado sólo para el viajante mochilero, pero temo que se amotinen y nos echen del tren en la siguiente parada. Menos mal que con nosotros se ha subido una española y un japonés que sabe nuestro idioma y nos dicen que no nos preocupemos porque, ya se sabe, los franceses son muy suyos. Tal situación nos provoca varios ataques de risa, lo que hace más ameno el eterno trayecto. No veo muy claro que lleguemos a nuestro destino y menos cuando un pasajero completamente enajenado comienza a gritar improperios de lo más desagradables, contra nosotros primero y contra nuestra nueva amiga después, y se inicia una pelea con tres jóvenes que consiguen calmarlo. Por suerte no sacan armas blancas, como yo imagino.

   Al fin en el aeropuerto. La gente ociosa es señal clara de que el aeropuerto está cerrado. Yo no quiero volar en esas condiciones, así que tampoco me importa demasiado, pero cuando nos dicen que tendremos que dormir en el aeropuerto comienzo a rezar para que salgamos cuanto antes. Para colmo me he quedado sin batería y no puedo comunicarme con los míos directamente para tranquilizarme, como hago siempre antes de subir a un avión, y necesito mi calmante en forma de voz al otro lado del teléfono. Deja de nevar y nos reubican en un vuelo que saldrá esta misma noche, pero ahora tengo que volar sola. Tengo el pie tan inflamado que después de quitarme la bota para pasar el control de seguridad he visto las estrellas al volver a colocármela. La puerta de embarque anuncia un vuelo a Madrid pero nos dicen que también es la nuestra; no sabemos si las maletas llegarán; nos tienen tres cuartos de hora esperando en la jardinera con la puerta abierta a no sé cuántos grados bajo cero; en el avión no hay servicio de catering porque el camión no ha podido llegar... tengo ganas de llorar pero sé que es por los nervios previos a un vuelo y por el dolor de pie, así que me contengo a duras penas. Al fin resulta que me puedo cambiar de sitio. Qué bien, porque mi antipático compañero ya ha mostrado su talante parisino cuando ha tenido que dejarme pasar y además así podré jugar con la DS contra N y C. Como por arte de magia el cielo comienza a despejarse e incluso se ven las estrellas. Esperamos a que bañen el Airbus 318 en anticongelante -protocolo de nieve, nos han comunicado-, pedimos una manta, que resulta ser la única disponible y que está usada, y así calentitas y rendidas nos quedamos dormidas mientras el avión despega.

   No sé cómo lo hemos conseguido, pero estoy durmiendo en mi cama, con mi maleta en casa y dando gracias a Dios por este puente, aunque haya transcurrido con tantas contrariedades y en estas condiciones adversas de las que hemos salido siempre bien parados. Es madrugada, estoy rota y en pocas horas empiezo mi jornada laboral.

Hasta aquí el que ha sido un atípico pero muy feliz viaje.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y A cuando llegó a su casa se pasó por el W.C.!! jajaja.
Me ha encantado leer estas aventuras y desventuras de 5 chicas y un chico en París. No sabes lo qué me he podido reir!
Sigue así, veo que esto viene de familia!

P.D.: Te olvidaste de la frase "maja, "cerré" la "porté" que entra "fedé"".

A ver para cuándo la próxima escapada.

Besitos.

Tu compi del sofá-cama.

B. G. R. dijo...

Arange, un besote enorme y gracias por leerlo! Me lo pasé genial, sobretodo con las cosas de mi compi de sofá-cama, jajaja.